La comunidad de danza a menudo de manera pasiva o activa, impulsa la idea de que el valor de un bailarín está sujeto a su capacidad de sobreponerse a cualquier adversidad, poniendo siempre la danza por enfrente; a pesar del dolor físico y emocional, la pérdida, la falta de motivación o cualquier posible factor que pudiera de alguna manera manchar su desempeño porque se nos ha enseñado a ser bailarines antes que personas.
Esta creencia, considero, tiene las raíces bien profundas en el hecho de que la danza como profesión, como elección, como estilo de vida, es muy poco aceptada y se nos repite que: nos vamos a morir de hambre, que encontremos un trabajo de verdad, que estudiemos algo más por si acaso. No se nos presta la misma validación que alguien que decide seguir un camino más convencional, entonces al formarnos como artistas rodeados de estos estímulos negativos, internalizamos la idea de que lo que hacemos no tiene tanto valor y a partir de esa noción surge una urgencia de probar que nuestro arte implica disciplina y trabajo como cualquier modo de vida (lo cual no nos corresponde además de que nos agota).
El año pasado durante la cuarentena el internet se inundó con clases magistrales y programas en línea para dar continuidad a la formación de bailarines aún a la distancia y seguir con el entrenamiento con normalidad. Mientras atravesábamos una pandemia global a los bailarines se nos dijo que debíamos retomar entrenamiento de manera normal. Me detuve y me pregunté ¿dónde dibujaba la línea entre ser bailarín y permitirme ser persona?
Una persona que siente miedo, tristeza que experimenta dolor, pérdidas no solo económicas pero de seres queridos, mientras constantemente se nos recuerda que descansar o detenernos nos hace fallar como bailarines, muestra falta de compromiso o de voluntad. Fue entonces que por primera vez decidí parar, lo que resultó en profundos sentimientos de culpa, de fracaso, de vacío. Durante siete meses le permití a mi cuerpo dejar de moverse y encontré en mi mente cuestionamientos como el que te comparto hoy.
Mi amor por la danza no desapareció pero necesitaba evolucionar, cambiar de forma y deconstruir lo que consideraba como verdades absolutas. La danza es lo que hago, no lo que soy y eso no me hace mala bailarina, no me hace incompleta. Yo soy humana, experimento emociones y éstas no son mis enemigas, no son cosas que evitar y cancelar, son herramientas para crear, para sentir, para vivir.
Tomar un tiempo para dialogar conmigo misma y cuestionar mi danza tuvo un impacto enorme en la forma en la que me movía y me relacionaba con mi arte, entender que mi valor no viene de mi productividad ni de cualquier tipo de validación externa o tangible.
Te invito ahora a ti, a cuestionarte, a detenerte, a escucharte, a crear desde un espacio mental sano, a evolucionar cada día y a bailar no solo con el cuerpo pero también con la mente.
Andrea Carrada
18 años
Estudiante de comunicación y bailarina
Mérida Yucatán
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