Es en la comunidad Real de la Maroma, en el otrora Partido de Catorce. Del álamo frente a la capilla, como listones de carne seca, cuelgan los cuerpos de mi bisabuelo Ciríaco y mis tíos abuelos Josefo y Bernardo. Cornelia, mi bisabuela, yace atrás del paredón de la iglesia, los carrancistas se solazaron con su cuerpo hasta que la mujer pidió, rogó, que la mataran. No se sabe cuánto tiempo los hombres del general coahuilense insistieron en sus entrañas. Alguien, es posible que una de mis tías abuelas, dijo que la encontraron boca abajo, cubierta con unas ramas de la hierba de San Jorge. El recuerdo me lo cuenta mi madre, como si se sumergiera en una nebulosa de la que es difícil salir. A mi abuelo Nacho lo escondieron sus hermanas debajo de un pirul. No habían tenido oportunidad de escapar de las tropas cuando los vecinos dieron el grito de alarma y emprendieron el eterno viaje a Potrerillos, cañón de la sierra de Catorce en el que se guarecían de las embestidas de los diferentes ejércitos revolucionarios. Siempre fue Potrerillos el lugar para la paz, el refugio donde a base de quiotes dulces se apaciguaba el hambre de los niños. Muchos años más tarde, cuando el gobierno de México abrió su espacio aéreo a la aviación estadounidense en plena Segunda Guerra Mundial, fue la abuela Juana quien dijo: Avelina, ahí andan ya los pájaros de fierro en el cielo, ya se va a acabar el mundo, vámonos para Potrerillos.
De muchas formas, La palabra que aparece, de Enrique Díaz, me lleva a reconocer, a nombrar la violencia que vivieron mis ancestros. En otro lugar, en algún punto de Montforte de Lemos, en plena Guerra Civil española, son otros los ahorcados, también míos, siete de la familia Quiroga que cuelgan como carne seca y de los que no se pudo hablar por más de cuarenta años de infeliz y oprobiosa dictadura. Parafraseando a Enrique Díaz, estas y otras más son mis imágenes -que se insubordinan incluso a las narrativas familiares que tratan de ocultar-, para dar cuenta de lo borrado, de lo silenciado.
No fue fácil, debo decirlo, acometer la lectura de este libro, de esta cartografía de la guerra donde se da santo y seña de la oscuridad de la que estamos hechos, de la terca insidia por acabar, aniquilar al otro.
Parece que nada hemos aprendido de la guerra y su manto de aniquilación. Solo en las últimas semanas la humanidad se ha postrado frente a la mano de lagarto de algún generalote ruso o norteamericano frente a los dispositivos nucleares. Nadie se ha preguntado a qué se refiere el presidente Putin cuando da cuenta de la limpieza étnica por parte del ejército de Ucrania en la región del Dombás desde 2014. Parece, sin embargo, que los europeos dejarán hacer al presidente ruso y así no dilatar el conflicto. Nunca es así. En la guerra no hay vencedores en el sentido estricto: bien lo señala Enrique Díaz: “Tampoco hay vencedores y vencidos, mas bien seres que se involucran en una tarea absurda”.
De Elías Canneti a Virginia Woolf, de Walter Benjamin a Svetlana Alexievich, en La palabra que aparece Enrique Díaz recorre esa condición trágica del ser humano que se remonta a la Ilíada donde nos sobrecoje la escena donde el padre de Héctor, el rey Príamo, ruega a Aquiles por el cuerpo de su amado hijo. El pélida y el troyano lloran frente al duelo que los iguala, el dolor que empareja el suelo frente a la pérdida de Patroclo y Héctor. Esa escena es también la que ocurre en los corredores humanitarios de Ucrania saboteados una y otra vez por las tropas de ambos países. En ese sentido, Díaz escribe que “expertos como Goerge Steiner o Carlos García Gual, suelen ver en el final de la Ilíada, el triunfo de la compasión y el origen del humanismo en Occidente”.
En México, es una madre la que busca a su hijo desaparecido en las calles de Arteaga y Félix Uresti Gómez, en 1974, quien se convirtió en la narrativa de la defensa de los derechos humanos en las últimas décadas. Todos podemos dar testimonio de doña Rosario Ibarra de Piedra con la fotografía en el pecho de su hijo desaparecido. Esa contranarrativa, como bien se explica en esta obra, pone de relieve la guerra sucia en México que parece continuar, hasta fundirse, con las voces, las narraciones de otras madres que hunden sobre la tierra su cayado en busca de otros hijos desaparecidos en la infausta guerra contra el narco. Nada hemos aprendido. Así “como los testimonios de los supervivientes nahuas reunidos en Visión de los vencidos” esa fotografía en el plexo solar de doña Rosario, nos aproxima a la cultura borrada.
Y sin embargo, la literatura y las artes en general, nos impelen a que el recuerdo, la memoria, no desaparezca. Del Guernica de Picasso a los Muchachos de zinc de Svetlana Alexievich, de las imágenes de hoy por la mañana donde el presidente Zelensky condecora a niños por su heroica labor en la defensa de su país al cada vez más resuelto Vladimir Putin que más bien parece que la guerra le sienta bien, como les sentó bien a los gobiernos tenernos dos años atrapados en el terror de una batalla contra el Covid 19. No hemos hablado de nuestros muertos recientes, de los que se fueron porque un bicho entró en sus cuerpos para convertilos en una amenaza, de los sistemas de control cohercitivo para hacer frente absurdamente a unos contagios que no se podían parar.
He comenzado esta presentación aludiendo a dos masacres de las que fue objeto mi familia. He dicho cómo una nebulosa atravesaba los recuerdos de mi madre y su dificutad por salir del recuerdo (“el sentimiento de duelo -escribe Judith Butler- acostumbra a vincularse con lo privado, con lo incomunicable”). Mi madre tiene 87 años y hace relativamente poco, mientras aturdidos escuchábamos el sonido de las balaceras que forman parte de la cotidianeidad de esta ciudad, mientras mi madre se masajeaba los pies con un rodillo de madera, trataba de tranquilizarme frente al estruendo diciendo: esos son disparos del ejército, nada más se escuchen las ambulancias salimos a regar las matas. La guerra, esta, la que vivimos en México, ha terminado por normalizarse, por incluirse en la cotidianeidad, por contar los hechos sin el menor énfasis, como quien cuenta un accidente menor de autos.
¿Porqué insisto tanto en mi rosario familiar? Porque Enrique Díaz ha logrado que mi palabra aparezca, que resuene en los adentros de mi genealogía y la de los míos, porque cada uno de los que estamos aquí hemos vivido esa guerra civil que implica la guerra contra el narcotráfico, de la que Díaz dedica casi las últimas 50 páginas. En todos nosotros está, como quien traga una piedra bola que se atora en la garganta, las imágenes de los colgados de los puentes, el horror de las fosas clandestinas, los cuerpos desmebrados, los encobijados y la aniquilación inmisericorde en los tambos de ácido.
¿Cómo responder a este infierno en la tierra desde la literatura o la filosofía? Quizá sea menester poner en primer plano las reflexiones de Walter Benjamín, de Simone Weil, o aquí, cerca del corazón, las de Cristina Rivera Garza, Julián Herbert o Coral Aguirre, que han tejido con paciencia las narrativas de los desaparecidos, la desesperada búsqueda de quienes aún nos llena de terror la nada de no haber encontrado sus cuerpos.
El propio Díaz nos señala una ruta, una coordenada acaso para insistir: “En tiempos de guerra, el compromiso social y político que rodea a la práctica artística y narrativa suele estar ligado al problema de cómo representar la violencia… si bien el sentimiento de orfandad está justificado, no lo sea el aislamiento… como todo eco y tejido, la política del testimonio tiene una vocación expansiva que exige poner en relación las violencias que laceran Latinoamérica… [en fin] pensar y repensar la violencia y las posibilidades de reparación… reconocer que el testimonio de las víctimas juega un papel clave con vistas a exigir la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición”.
En el río Jordán que siembra de verde los meandros y cañones de la sierra de Catorce, aún se yerguen los álamos donde se respira, seguro, el último aliento de mis ancestros.
Monterrey, marzo de 2022
Cuitláhuac Quiroga
Escritor, editor
Profesor en la UANL - Director de Tilde Editores
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