Es fácil notar al entrar a un espacio, con cierta especificidad en su ambiente, una reacción dentro de nosotros, ya sea en simpatía o en rechazo. Pasar de un lugar con mucho ruido a un lugar silencioso o al contrario, o hasta de un lugar sombrío a uno soleado y viceversa. Y hemos sentido cómo algunas veces el cuerpo se adapta poco a poco a aquello que se mueve en el ambiente.
Supongamos que entramos a una galería con una música suave, digamos entre 60 y 90 bpms, generalmente a un volumen gentil para el oído. Si observamos atentamente a los asistentes podremos notar cierta uniformidad en el ritmo de los pasos de un lugar a otro, en la velocidad del habla, en el volumen de la voz, en la intensidad de las risas, en las pausas entre los comentarios, etc. Es un lugar que está precisamente pensado para abrirse al diálogo, para enfocar la atención en la apreciación visual y el intercambio cultural, y los asistentes participan inconscientemente (o deberé decir “mecánicamente”) de este protocolo, claro con sus excepciones en el caso de algunos histéricos artistas. Ahora supongamos que para llegar a dicha galería a la hora del tráfico que bien conocemos, uno está desbordante de ansias y desesperación en el asiento de atrás de un taxi que felizmente escucha un Trance o un Metal de 140 bpms, por un lado el pie comienza a vibrar y el corazón late con fuerza, no sabemos si estamos terriblemente enfadados por decidir no manejar para poder tomar, o por tomarnos esa última taza de café antes de salir, o si debimos haber previsto que tal avenida avanzaría tan lento y monótono como una playlist infinita de Trance. Ya con la respiración agitada, gritándole mentalmente a todos los carros delante en cada semáforo, nos sentimos plenamente decididos a salir corriendo del carro a ese paso establecido por el animoso chofer que por un momento es dueño de nuestro estado anímico. Para nuestra sorpresa todo esto desaparece al cruzar el umbral de la pacífica y tranquila galería. Sin embargo al acercarnos a saludar a nuestros amigos desconocidos nos sorprendemos de sentirnos completamente ajenos al entorno, como si éste fuera hostilmente quieto. Las palabras se nos escapan, la gente se siente extraña y recurrimos mejor a pasear por las obras solitariamente hasta que el ritmo del cuerpo comienza gradualmente a bajar, las ideas se establecen, comenzamos a profundizar en nuestra perspectiva acerca de las obras, nos comenzamos a mecer lado a lado con la música mientras los pensamientos fluyen cada vez mas despacio y mas centrados en lo que capta la mirada. Después de este bello momento de sincronización, podemos salir a compartir la experiencia en la misma sintonía que el resto de los invitados.
Steven Strogatz, un reconocido matemático nos presenta el modelo de la sincronización espontánea con 2 metrónomos iniciados a destiempo y apoyados sobre una superficie móvil, la razón de esto se llama “fuerza mecánica” y nos hace pensar entonces, ¿el tiempo existe? ¿Qué pasó con las milésimas perdidas en el ajuste de un metrónomo a otro, quién se ajusta a quién, y dónde está el tiempo perdido? Es posible percibir 2 dimensiones temporales a la vez? Bueno, que importancia tiene sí un objeto material que está hecho para medir el tiempo es capaz de variar su medida para simpatizar con otro. Steven nos recuerda un suceso muy interesante donde esto aplica de la misma forma con los seres humanos, así que el ser humano está igualmente sometido a esta fuerza mecánica. La misma que casi nos hace saltar del taxi.
Sin hablar de los ritmos o melodías que existen al rededor del mundo como formas ritualísticas, en los templos o en los campos, en el rito primitivo, en el folklore endémico, en la ceremonia religiosa, que sin duda abundan y que algunos aún conservan un poder en sí mismas, una fuerza que se ha impregnado en el tiempo, ¿Qué pasa cuando uno busca sincronizarse voluntariamente? Y ¿con qué? ¿Qué pasa cuando la fuerza mecánica se somete a la repetición, al escenario invisible del tiempo que posee como fuerza sobrenatural a la materia, a los cuerpos, por medio del ritmo? ¿Cuando la fuerza mecánica está atada, atrapada, inmersa, en la repetición, que más queda?
“El tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos. El tiempo posee una dirección, un sentido, porque es nosotros mismos. El ritmo realiza una operación contraria a la de relojes y calendarios: el tiempo deja de ser medida abstracta y regresa a lo que es: algo concreto y dotado de una dirección. (...) El tiempo afirma el sentido de un modo paradójico: posee un sentido —el ir más allá, siempre fuera de sí— que no cesa de negarse así mismo como sentido. Se destruye y, al destruirse, se repite, pero cada repetición es un cambio. Siempre lo mismo y la negación de lo mismo. En el ritmo hay un "ir hacia", que sólo puede ser elucidado si, al mismo tiempo, se elucida qué somos nosotros. El ritmo no es medida, ni algo que está fuera de nosotros, sino que somos nosotros mismos los que nos vertemos en el ritmo y nos disparamos hacia "algo”.” –Octavio Paz
Si el cuerpo se somete al ritmo, que no es medida sino “tiempo original” como lo llama Ocatavio Paz, si el cuerpo permanece pero se niega a sí mismo, y a la vez nos lleva hacia “algo” ¿qué es ese algo que no tiene cuerpo, pero que solo puede descubrirse gracias a la constante afirmación-negación de ese mismo cuerpo y que viaja en una dimensión temporal como presente suspendido en la escala de uno mismo?
¿Alma, espíritu, mente, magia, Ser, Dios, verdad, vida, muerte, fuerza sobrenatural, encarnación de un mito, fantasía pura?
Camila Barragán Nogueira
29 años
Monterrey Nuevo León México
Performer / Escritora creativa.
Strogatz, Steven – Sincronización. TED Talks 2008 – TED https://www.youtube.com/watch?v=aSNrKS-sCE0&ab_channel=TED
Paz, Octavio – “El Ritmo” en El arco y la lira, en OC, v. I. México: Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 73-88. Edición digital de Patricio Eufraccio Solano]
(La persistencia de la memoria, conocido también como Los relojes blandos o Los relojes derretidos es un cuadro del pintor español Salvador Dalí pintado en 1931. Realizado mediante la técnica del óleo sobre lienzo, es de estilo surrealista y sus medidas son 24 x 33 cm.)
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